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El Prado despide a Francis Bacon

 Es su biografía, como toda biografía, un cúmulo de lugares y sensaciones, con dificultades como su quebradiza salud física (asma crónico) y su precoz estigmatización social y familiar a causa de su orientación sexual. Pero, sobre todo, su vida y obra, indisolubles, se presentan como un cúmulo de miradas, de perspectivas casi siempre elegidas, de posicionamiento frente a los hechos dados, es decir, de diálogos y enfrentamientos al mundo.

Enfrentamientos, nunca mejor dicho, “miradas”, que en sentido metafórico nos permiten hablar de un puente, de un nexo entre un mundo tradicional, de un tiempo pasado, y un mundo actual, donde las formas son algo distintas pero donde los contenidos semánticos parecen no serlo tanto. De todo esto habla su pintura. No obstante, son sus cuadros, siempre inquietantes, los encargados de poner al espectador en un aprieto que genera preguntas del tipo: ¿qué es esto? ¿qué ven mis ojos? ¿qué hace esto en el Prado?

Capacidad de elección

Los enigmas pueden despejarse rápidamente: eso es pintura, lo que ves es pintura y está en el Prado porque es una pinacoteca, no una charcutería. La ironía no está de más para quien sepa de dónde vienen tales alusiones al mundo de la “carne” troceada o, dicho de otro modo, no está de más si por un momento pensamos en dos de las figuras que de un modo más significativo anuncian una nueva pintura y que, directa e indirectamente, están ligados al ámbito de las colecciones del Prado: Rembrandt y Velázquez. Si, además, tenemos en cuenta que desde 1956 Bacon visita con asiduidad las colecciones del museo, todo parece cuadrar.

Aludir a lo fragmentario, lo incompleto o lo difuso (sin dejar de ser tópicos de la modernidad) no hace sino explicar cómo pueden recibirse algunas de las obras que pueden verse en la retrospectiva del pintor. Y es que Bacon sabe profundizar en las obras de los viejos maestros (caso de la famosa serie de Inocencio X de Velázquez) y darles una “nueva” lectura sin renunciar por ello a las paletas de color tradicionales o los formatos más canónicos. Por ejemplo, podemos comparar sus trípticos con los de pintores como Van Der Weyden o Van Eyck, lo que serviría, a priori, para ir justificando su presencia en una mirada lineal de la historia del arte.

Signo del mundo contemporáneo

Si, como vemos, por un lado hay que tener en cuenta aquellos factores que a primera vista le acercan a la pintura clásica, como los soportes de sus obras o el empleo de las tonalidades (que siempre van a remitirnos en mayor o menor medida a algún pintor viejo), por otro, hay que atender precisamente a esos aspectos que hacen de su pintura un signo del mundo contemporáneo.

No obstante, la respuesta a la pregunta de qué tiene Bacon de pintor moderno, estará resuelta en la mirada de aquellos que acierten a entender su manejo del símbolo o signo pictórico, esto es, que mediante la contemplación de su pincelada tan personal logren ver y concluir, por ejemplo, lo siguiente: que Bacon es moderno porque pinta en un tríptico retratos de amantes y no de personajes bíblicos, que Bacon es moderno porque deforma la “escritura” pictórica (huye de nociones académicas como decoro o verosimilitud), que Bacon es moderno porque adecua a su mirada aquello que le interesa.

Y es que la clave parece estar en algo tan sencillo como la capacidad de elegir. Y esto sabían hacerlo muy bien sus predecesores, dos concretamente, Manet  y Picasso, capaces de saber qué puede haber de eterno en una pintura y qué puede haber de fugaz, o, lo que es lo mismo, qué formas resisten al paso del tiempo y qué formas a la moda son capaces de reflejar algo tan fugaz como el tiempo concreto, esto es, la época.

Contenidos desordenados

Bacon mantiene, como hemos dicho, muchos formatos clásicos, pero el contenido de los mismos se ve modificado, modificado por las formas (el modo de pintar) y modificado por el nuevo sentido que éstas tienen. Otro punto importante está en cómo desaparece el tradicional sentido de lectura, sobre todo en los trípticos, ya que existe una modificación de las jerarquías tradicionales.

Queda, por decirlo de un modo claro, como un esqueleto (el soporte), sobre el que el pintor trabaja “desordenando” los contenidos. A veces existen huellas de simetría y equilibrios más propios de la pintura tradicional, pero siempre (y esto se ve muy bien en los trípticos) existe una relación independiente de cada una de sus partes. Es decir, que pese a ser concebidos como series, muchos de sus cuadros no renuncian a una autonomía. Es lo que llamamos una concepción “ajerárquica” de la pintura.

Esto no pasa, sin embargo, en otros pintores contemporáneos que también se atreven a utilizar formatos antiguos como, por ejemplo, Edvard Munch o Max Beckmann. Si vemos el Schauspieler-Triptychon (Beckmann, 1941-42), queda probado lo dicho. Hay una subversión en cuanto a los protagonistas de estas obras, los reyes dejan de ser reyes para ser ‘pierrots’ (clowns, payasos, marionetas), las vírgenes dejan de ser inmaculadas para ser prostitutas de posguerra, pero permanece sin embargo una lectura en continuidad, una supeditación jerárquica de las tablas laterales respecto a la central. Igualmente, pervive la idea de friso social, de coro trágico de masas de gente que son un todo, que constituyen lo que se denominaría “ser social”.

Bacon, al contrario, tiende a aislar las figuras, a silenciarlas y presentarlas en una absoluta soledad, como ahogadas hacia adentro. Se establece así una interesante paradoja en su modo de pintar: pinta y parafrasea lo que ve, o sea, lo que le llega desde fuera, pero siempre termina convirtiendo el ruido exterior en profunda y angustiosa soledad. Dicho de otro modo: es admirable como una manifestación humana como la pintura, siendo algo externo, algo que se ve, que tiene textura y pertenece al mundo de lo sensible, puede conducirnos hacia una sensación única de desamparo y subjetividad.

Por eso, viendo a Bacon en un contexto concreto como es el Museo del Prado, ha de ponerse de relieve precisamente eso: cómo la manipulación de una figura pintada, de un signo, puede abrir puertas de mundos hasta ahora desconocidos. Cualquier profano entenderá así que el pintor cuando “copia” algo, cuando decide citar, automáticamente se está posicionando respecto a aquello que imita. Ese posicionamiento, esa visión de un símbolo de occidente como puede ser una determinada forma de pintar un cuerpo, no es otra cosa que la interpretación intelectual que hace un artista respecto a lo que le rodea. Por eso toda pintura no deja de ser una síntesis y, por tanto, un ejercicio neta y absolutamente intelectual de escritura, hecho que justamente da pie a valorar a Bacon como pintor de síntesis y signos de lo moderno.

Libro abierto

Prestigiosos estudiosos de la pintura como Gilles Deleuze vieron en Bacon la perfecta encarnación del da-sein (el ser-ahí), concepto filosófico ligado a Heidegger y vinculado al existencialismo que, resumidamente, viene a significar el sentimiento que el hombre padece al verse arrojado a una circunstancia concreta, o sea, a un lugar y tiempo determinados. Sin ánimos de trascendencias de ningún tipo, cabría reflexionar al respecto, ya que, como se ha dicho más arriba, Bacon toma partido frente a una realidad dada, y lo hace mediante la creación de obras de arte. Groso modo, se pregunta a sí mismo: ¿qué puedo pintar cuando ya está “todo” pintado?

El museo es un lugar perfecto para la formación de artistas y público, tal y como reconocía Cézanne al referirse al Louvre como “le livre où nous apprenons a lire” (el libro donde nosotros aprendemos a leer). Sin duda, la exposición del Prado soslaya las barreras del tiempo y plantea con Bacon una lectura en continuidad de la historia de la pintura, una mirada enriquecedora que sirve además para entender el arte en base a sus formas y conceptos estéticos, no exclusivamente en base a sus clichés historiográficos. Sólo así el museo puede convertirse en un libro abierto, precisamente tal y cómo lo veía Francis Bacon.