Es el deseo por conocer el mundo, el afán de disfrutar de la vida, la sorpresa de encontrarse con la adrenalina de disparar una foto y luego ver el resultado, en definitiva, la convicción de que la fotografía es un pretexto para descubrir y acercarse a distintas culturas y, en concreto, a su tierra: México. Allí nació, orgullosa de sus antepasados españoles, en el seno de una familia burguesa con trece hermanos que le proporcionó una educación conservadora, basada en cumplir su labor como esposa y madre y evitando todo contacto con la realidad social de la época.
El azar, característica que ha perseguido a esta fotógrafa a lo largo de toda su carrera, y la situación que le tocó vivir –casada con veinte años y madre de tres hijos en los años posteriores a su matrimonio–, hizo que Iturbide se matriculara en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la Universidad Autónoma de México por la tarde y no en los estudios de Literatura, su gran pasión, que únicamente se impartían por la mañana, cuando debía cuidar a sus hijos.
Desde entonces, Iturbide, galardonada en 2008 con el Premio Hasselblad –la distinción más alta a la que puede aspirar un fotógrafo en la actualidad– ha construido a lo largo de cuatro décadas una obra absolutamente única y personal, fundamental para conocer la evolución que ha tenido la fotografía en América Latina, que ahora se puede ver en la Fundación Mapfre en una exposición que exhibe una selección de 180 imágenes realizada por la propia fotógrafa y Marta Dahó, comisaria de la muestra.
De la mano de Manuel Álvarez Bravo, gran maestro de la fotografía mexicana, descubre en la cámara fotográfica su auténtico medio de expresión creativa. A caballo entre lo documental y lo poético, su singular forma de mirar integra lo vivido y lo soñado en una compleja trama de referencias históricas, sociales y culturales.
La fragilidad de las tradiciones ancestrales y su difícil subsistencia, la interacción entre naturaleza y cultura, la importancia del rito en la gestualidad cotidiana o la dimensión simbólica de paisajes y objetos encontrados al azar ocupan un lugar central en su fructífera trayectoria. Su obra se caracteriza por un continuo diálogo entre imágenes, tiempos y símbolos; en un despliegue poético donde el sueño, el ritual, la religión, el viaje y la comunidad de conjugan.
Célebre por sus retratos
Célebre por sus retratos de los indios Seris, que habitan en la región del desierto de Sonora, por su visión de las mujeres de Juchitán (en el istmo de Tehuantepec, Oaxaca), o por su fascinante ensayo sobre los pájaros que lleva años fotografiando, el itinerario visual de Graciela Iturbide ha recorrido, además de su México natal, países tan distintos como España, Estados Unidos, India, Italia o Madagascar. Su curiosidad por las distintas formas de diversidad cultural han convertido el viaje en una dinámica de trabajo a partir de la cual expresa su necesidad como artista: “fotografiar como pretexto de conocer”, según sus mismas palabras.
Al igual que fotógrafos como Brassaï o Christer Strömholm, con quien mantiene importantes lazos de afinidad, Iturbide posee una rara habilidad para evitar en sus encuadres lo que es obvio o anecdótico. A veces, este talento para enmarcar lo que llama su atención puede traer consigo una visión casi mística de lo cotidiano; en otras, lleva al espectador al centro mismo de cuestiones cruciales de nuestra sociedad.
Winterthur (Suiza). Graciela Iturbide. Fotomuseum.
Hasta el 8 de febrero de 2010.