conocidos de la modernidad declararon que la Torre les parecía fea, y en general no se comprendió cómo podía ser bello un monumento carente de referencias que se dibujaba en el espacio con demasiada rotundidad técnica.
La escultura de Julio González (Barcelona 1876 – Arcueil 1942) tiene una dimensión parecida. El ámbito de desarrollo es muy similar y, lo que es más importante, participa de la misma estética en lo que se refiere a dibujar en el espacio. La frase no es casual, la mencionó el propio escultor al referirse a sus trabajos en hierro y expresa perfectamente la verdadera trascendencia que tiene lo mecánico en la elaboración de la estética contemporánea.
El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía presenta hoy la mayor exposición retrospectiva realizada en España sobre su figura con más de 200 obras procedentes de las instituciones más importantes del mundo. La muestra, que se podrá visitar hasta el próximo 1 de junio, ha sido comisariada por Mercè Doñate y pretende mostrar el gran alcance obtenido por la producción de Julio González además de destacar el papel que jugó el autor catalán en las vanguardias artísticas como pionero de la escultura en hierro y creador de un lenguaje absolutamente personal con el cual contribuyó a renovar la escultura del siglo XX.
Carga idealista
González seguramente comprendía el alcance de la Torre mucho mejor de lo que pueda comprenderse en la actualidad, pues él mismo pertenecía al siglo XIX, no sólo por nacimiento sino por aprendizaje y primeros pasos artísticos.
Su formación de orfebre y su inscripción como tal en varias exposiciones de arte e industria, en la década de los noventa, muestran un estilo que participa de las premisas del fin de siglo, cuya renovación plástica viene casi siempre por idealismo. Sobre todo en lo que se refiere a la escultura, como prueban las obras de Rodin, Maillol o Gauguin, autores de los que Julio González es claro deudor en sus inicios.
Igualmente, el posterior Noucentisme del que también participaría González, que buscaba una arcadia mediterránea catalana, se opone por principios a cualquier exaltación maquinista de vanguardia. Puede resultar extraña tanta carga idealista en un escultor cuya obra más significativa es precisamente aquella que menos tiene que ver con las formas tradicionales de los “grandes temas” del arte, tanto por los materiales como por la técnica; pero lo cierto es que tanto el historicismo arquitectónico como la escultura de Rodin o de Maillol participan de la misma búsqueda de temas abstractos, “superiores”, como reflejan títulos tan famosos como El Pensador o Mediterránea, y aunque lo hagan con una estética radicalmente diferente, siguen utilizando materiales “nobles” como el mármol y asumiendo que su obra pueda servir de monumento público (como de hecho, así es en la mayoría de casos).
Movimiento de renovación
El hecho de que Julio González forme parte de soluciones tan idealistas no indica que su obra en hierro más personal sea producto de una ruptura, sino más bien refleja su pertenencia a un movimiento muy amplio de renovación en el que se sentaron las bases de las vanguardias posteriores más radicales, y que como parte de ese panorama su obra entronca con caminos paralelos recorridos por otros artistas antes y después de la vida del escultor catalán.
Por eso resulta pertinente la comparación con la Torre Eiffel (también con el Monumento a la III Internacional de Tatlin y con tantas otras cosas), porque la mirada de aquellos que vieron erigirse la torre es en esencia la misma del propio Julio González, la misma que va de la modernidad a la vanguardia.
El dibujo en el espacio que efectúa la Torre supone un escalón tan válido hacia la abstracción maquinal más radical como pueda ser la obra de un Duchamp-Villon o la escultura de Boccioni, y aún más, puesto que se efectúa treinta años antes, con una personalidad a medio camino entre la escultura y la arquitectura (pues en origen no era habitable ni práctica, pero sí un monumento público con una gran presencia formal). La escultura en hierro de Julio González constituye una inserción de la máquina en el imaginario colectivo tan poderosa como la Torre, aunque mucho más poética y matizada, pues su maquinismo no determina ningún posicionamiento, sino simplemente se manifiesta a través de los materiales. Materiales nuevos, maquinales, para un mundo que ya estaba mecanizado de sobra, como predijo, entre otros, Gustave Eiffel.
Entre dos siglos
La conclusión a la que llega González, cuya mirada comprende el cambio de un siglo a otro, es una síntesis del idealismo con el que empezó y del culto a la máquina, tan esencial para tantos ismos. Un culto del que sólo maneja los residuos, las formas que ya son cotidianas para todo el mundo, y al que impone su visión de temas abstractos universales, de personajes literarios o mitológicos, o de simples mujeres peinándose. Quizá mantenga el idealismo por pertenencia generacional (de la misma manera que a Picasso le asustaba la abstracción completa), pero no es relevante.
Lo que verdaderamente importa es que su obra efectivamente se dibuja en el espacio, a través del espacio, y que se sustenta en la utilización de materiales de enorme peso simbólico tanto en la configuración de lo maquinal (el hierro, primer material ingenieril de la modernidad) como en la de una grandísima parte de la estética contemporánea, basada en la máquina. Una estética que aún hoy reconfigura fábricas o almacenes en desuso y los convierte en espacios de exposición de arte, en los que los recordatorios industriales se mantienen por su “belleza”.
Madrid. Julio González. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía [1].
Del 11 de marzo al 1 de junio.
Comisaria: Mercè Doñate.