“En las primeras horas de la tarde recibí una llamada telefónica del arquitecto Ricardo Bofill. Estaba en Lugano (Suiza) y me llamaba para anunciarme un hecho que consideraba importante y que acababa de conocer. Había almorzado con el Barón Thyssen y su esposa, Carmen, en Villa Favorita, su residencia en Lugano. Durante la comida le habían contado que trasladarían su colección de arte por cuestiones relacionadas con los impuestos y la residencia mínima que le exigían en el país para su reducción o exacción. Ricardo me habló de la importancia de la colección y de la oportunidad que se brindaba a España. La esposa del barón es española y esa condición podría ser un elemento clave a la hora de decidir la instalación.
Mostré mi interés a Ricardo, le agradecí la información y le pregunté qué creía él que podríamos hacer. Me respondió "Invitarles a comer en el Palacio de la Moncloa. Les gustará. Mañana salen para Londres, pero en pocos días podrían volar a Madrid; viajan en avión privado". Le sondeé: "¿Puedes invitarles tú en mi nombre? No les conozco ni tengo que saber lo que me has contado, no tengo una razón para hacerlo". "Vuelvo a Villa Favorita, ¿te parece bien a principios de la próxima semana". Así fue. Pero quise amplificar el efecto que pudiera tener la invitación. Me dirigí al despacho de Felipe y le conté el asunto, haciéndole ver que sería más eficaz si el presidente del Gobierno participaba en el almuerzo previsto. Felipe aceptó.
En Moncloa nos encontramos para comer el barón, su esposa, el presidente del Gobierno, Ricardo Bofill y yo. La conversación fue educada, amable, simpática, pero llegado el momento del café, nadie habló del asunto de la colección. Así que me lancé directamente al tema. Les expuse que conocía los problemas de mantenimiento en Lugano de la colección de arte, de su intención de trasladarla y de nuestra disposición a facilitar todo lo necesario para que en España pudieran admirarse unas obras tan importantes. El barón no se comprometió, farfulló algunas vaguedades, pero introdujo algunos datos que capté y guardé de inmediato. Fuese al país que fuese la colección, necesitaría un edificio noble, bien situado en la ciudad; solo sería un depósito temporal, sus dueños tendrían que controlar la marcha del museo y otras circunstancias que consideraba imprescindibles para el momento de la elección del lugar de establecimiento de la colección. Su esposa, tímidamente, sugirió que España era un país de gran arte, que el Museo del Prado daba un carácter especial a la ciudad de Madrid, lo que fue apuntalado con unas fervorosas palabras de Bofill.
El presidente del Gobierno garantizó el máximo apoyo en el caso de que aceptasen la hospitalidad española.
Inmediatamente comenzamos a trabajar. Había que localizar el edificio para la exposición permanente. Encontramos el palacio de Villahermosa, que había sido sede del Banco Pastor y estaba desocupado. Hicimos los cálculos económicos, fijamos que el préstamo de las obras no podría ser inferior a diez años prorrogables y concebimos la creación de una fundación en la que la familia Thyssen tuviese un papel clave. Tras muchos contactos, ofertas y matizaciones, por fin una tarde, reunidos en mi despacho con el barón y la baronesa, dijeron: "Estamos de acuerdo en traer a Madrid la colección, pero exigimos dos condiciones. Usted (se dirigían a mí) debe formar parte del Patronato responsable del Museo y Ricardo Bofill debe ser el arquitecto que haga la remodelación del palacio de Villahermosa".
Al oír que pondrían dos condiciones, me asusté; creí que establecerían algunas nuevas exigencias imposibles de cumplir. Ante los requisitos que exigían, me tranquilicé y les contesté que por nuestra parte no había objeciones. Así fue como se acordó la creación del Museo Thyssen-Bornemisza en Madrid, aunque lo que se ha contado sea algo diferente.
Pusimos el asunto en manos de los servicios jurídicos del Gobierno y de los técnicos del Ministerio de Cultura para formalizar administrativamente el acuerdo. El ministro de Cultura, Javier Solana, me explicó que había conocido la exigencia de que yo formara parte del patronato, a lo que él pensaba que yo debía negarme, "porque ¿qué hace un socialista en un Patronato con aristócratas?". Le dije a Solana que yo no había pedido nada, mi pudor me impedía hacer fuerza para obtener ningún puesto; que había sido una condición del barón y su esposa; que yo había aceptado para lograr el proyecto de instalación del museo, pero que no me apasionaba figurar en ningún Patronato. Solana lo interpretó de inmediato como una negativa mía y no se volvió a hablar del asunto.
Bofill comenzó a preparar la remodelación del palacio, pero pronto sería sustituido por Rafael Moneo. Pedí la razón del cambio al ministro de Cultura y me informó de que Bofill era demasiado caro y caprichoso.
Los hechos son implacables. Las dos condiciones impuestas por el barón se transformaron en algo bien distinto: cuando se inauguró el museo, ni Bofill ni yo recibimos una invitación.
A los pocos días fui a visitar la maravillosa colección. Como ciudadano libre compré una entrada y me paseé por las salas disfrutando de la belleza de las pinturas y con la satisfacción interna de haber contribuido a que aquel tesoro artístico pudiera contemplarse en Madrid, a pesar de que a la entrada se atribuyera todo el mérito a un duque, el de Badajoz. Misterios de la política.”