Georges de La Tour había nacido en Lorena en 1593 y, probablemente, su formación pudo quedar circunscrita a ese mismo ámbito, ya que faltan documentos que terminen por concluir su oscura biografía. Atendiendo al estilo de sus obras, a camino entre la construcción formal de los maestros de Roma y el manejo dramático de la luz a lo Caravaggio, se esconde un estilo que puede remitir también a los más importantes centros pictóricos de mediados del XVII, como son la escuela española y la escuela de los países del norte. No obstante, los investigadores encuentran los orígenes de esa paleta de ocres y luces dramáticas en el círculo de los llamados “caravaggistas de Utrecht”, es decir, en aquellos pintores que como Hendrick Terbrugghen (1588-1629) se encargaron de expandir por la Europa septentrional la batalla de la luz y la sombra.
Mirar desde otro lugar
Historia de dos, esto de la pintura, que por aquel entonces se polarizaba en el Naturalismo y el Clasicismo, abriendo así desde Roma un también doble itinerario sobre las posibles aspiraciones o no de los temas tratados, quizá una mera cuestión formal para muchos o, por qué no entonces, una precipitada guerra dentro de las propias obras. Una guerra que desde su epicentro se contagió a otras capitales artísticas como Bolonia, Florencia, Milán, Siena o Venecia y que logró llamar la atención de otros pintores franceses contemporáneos de La Tour como Valentin de Boulogne (1591-1632) o Claude Vignon (1593-1670), confesos hechizados del violento claroscuro.
La Tour, redescubierto en el siglo XX por otra de sus grandes obras como es El Tramposo (fechada hacia 1635 y conservada en el Museo del Louvre), terminó por escapar de aquellos estilos a los que se acercó para aprender a mirar desde “otro” lugar. Así, su técnica de superficies pulidas y empaques volumétricos, conjuga un extraño desequilibrio, fruto seguramente de una tensión que, como ya ocurría en Piero Della Francesca (1420-1492), se debate entre el silencio del color plano y el silencio de la perfecta geometría. Además, son sus temas, semilla para eso que el historiador del arte Michel Fried comentaba al mirar ciertas obras del inmediato siglo XVIII, esto es, anuncios de un “otro” lugar del que mira y que termina por descubrir esas “otras” cosas que suceden no ya dentro del cuadro, sino dentro de nosotros mismos. Así nos lo dice esta Magdalena o su Santo Tomás (hacia 1625-30) que, además de ser objetos absortos en el espacio, tematizan una “otra” mirada de la pintura.