Sus obras pueden verse como renacimientos incesantes de lo que está en la frontera de la vida. A menudo sus imágenes nos hablan de las mutaciones de una materia que aletea con el impulso de una fuerza dinámica que la domina en su temblorosa vivacidad. Es un canto de lo presente vivo, de la lucha entre lo pasado y lo por venir. Habitantes de un mundo inclasificable de soledad y silencio, las instantáneas de Vilariño, cargadas de un intenso sentido filosófico, perduran alejadas de generaciones y tendencias.
En palabras del comisario, «en Mar de afuera hay una luminosidad tranquila, interior, donde se abre el momento indeciso, licuado –justamente como el golpe de un hielo ártico de los que retrata– que, al tiempo, irreparablemente, se nos aleja. En los paisajes que presenta –una playa, una montaña de lava negra aterciopelada en el norte de Europa, las rocas heladas y los icebergs del polo–, la naturaleza –mar y cielo, al cabo– se nos abre de esa manera. Como si la mirada guardase el temblor de una mariposa en vuelo. Esto, que ya estaba muy presente en sus series de sombras aladas, de las que aquí aparecen algunos hermosos ejemplos, ahora se reafirma al modo de una poética esencial. Allí donde el fotógrafo, que es poeta, desearía dar nombre a la pura cualidad de lo más elemental y arcaico: el mar, una montaña, un fragmento de lava, la arena o el fuego».
Juego del alejamiento
Vilariño propone una forma de aproximación que participa, al tiempo, del juego del alejamiento. El juego de lo lejano y lo próximo es el modo de su poética. La dimensión de la imagen fotográfica siempre ha sido en este artista gallego un ámbito de meditación, pero en esta exposición última –en la que se combinan las fotografías de gran formato en blanco y negro y en color con las cajas de luz– la mirada se abre a los espacios elementales con especial lentitud, recoge con demora todas y cada una de las partículas radiantes de lo que, vivo, se ilumina y transcurre en el espesor de una propagación tras las tinieblas.
Este fotógrafo y poeta, a quien Antonio Gamoneda ha definido justamente como «pastor / de soledad», retoma la tradición paisajística del romanticismo anglo-germánico –de Turner a Friedrich pasando por Blechen– y la actualiza con ojos adiestrados en la abstracción y el gusto por texturas, superficies y manchas de color. El resultado es un mundo de soledad y silencio, un espacio de inminencias que responde al sueño activo de la imaginación y permite encauzar un afán trascendente que es también un deseo de dar presencia a la materia, de hacerla presente entre nosotros.
Madrid. Manuel Vilariño. Mar de afuera. Círculo de Bellas Artes [1].
Del 17 de abril al 8 de julio de 2012.
Comisario: Alberto Ruiz de Samaniego.