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Razones para financiar el arte en épocas de austeridad

Robert Hewison, reconocido historiador especializado en la cultura británica, profesor honorario de la Universidad de Lancaster y antiguo profesor de Bellas Artes en Oxford, además de comisario de varias exposiciones de arte y asiduo colaborador en diarios, acaba de publicar un interesante artículo sobre este polémico y debatido tema, del que, por su evidente interés, extraemos los siguientes argumentos:

Hace ya más de 70 años desde la última vez en que un gobierno británico tuvo que tomarse en serio el arte. En diciembre de 1939, en un mundo oscurecido por la guerra, el invierno y los apagones de luz, un pequeño grupo de funcionarios y educadores se reunieron para discutir la crisis en el arte. Los grandes museos y las galerías estaban vacíos, porque sus contenidos habían sido puestos bajo seguridad como medida contra los bombardeos. Los teatros estaban cerrados, las orquestas a punto de disolverse. El comité acordó que era esencial «mostrar pública e inequívocamente que el Gobierno se preocupa por la vida cultural del país. Este país se supone que está luchando por la civilización».

En 1940, con un presupuesto inicial de 50.000 libras (alrededor de dos millones en valor actual), nació el Consejo para el Fomento de la Música y las Artes, la madre del actual Consejo de las Artes. El Daily Express tronó entonces: «¿Qué locura es ésta? ¡En tiempos de guerra no existe la cultura!».

Nadie dice que estemos en 1940. Nuestros museos están abarrotados de visitantes de todo el mundo. El West End ha tenido su mejor año. Londres tiene muchas orquestas. En 1940 había muchos museos y salas de conciertos en pésimas condiciones, pero ahora Gran Bretaña disfruta de una infraestructura cultural inigualable gracias a una Lotería Nacional cuyos ingresos han aumentado considerablemente a partir de la recesión.

Sin embargo, el mundo del arte se siente asediado. El Ministerio de Cultura, Medios y Deportes tiene que recortar este año 88 millones de libras en gastos. Y se espera una mayor reducción después de la revisión del gasto global en otoño. No es de extrañar que el Arts Council England [1] esté desesperado en busca de alguna ayuda, de llegar el caso. Después de décadas de iniciativas públicas y privadas, informes, conferencias y consultas, todavía estamos en busca de un argumento racional para justificar la financiación del arte.

La «tormenta perfecta»

Una de las razones racionales para no diezmar la financiación cultural es que nos dirigimos a una «tormenta perfecta». La fortaleza de la economía de la cultura británica está en su mezcla equilibrada de fondos privados y públicos. Durante 2008-2009, los ingresos medios de una organización artística financiada oficialmente fueron, como media, del 47% a través de taquilla, el 31% del Consejo de las Artes, el 12% de fuentes procedentes de las autoridades locales y de otros fondos públicos, y el resto, un 9%, de fideicomisos, fundaciones, donantes y empresas patrocinadoras. Los museos nacionales y muchas galerías manejan su gestión en una tercera parte con dinero del gobierno, otra tercera parte con sus propios ingresos obtenidos del evento y el otro tercio de la recaudación de fondos particulares y patrocinios.

Esta economía equilibrada da seguridad a las organizaciones artísticas para planificar sus temporadas, pero también tienen que ser sensibles a su público. Y ahora las cosas están empezando a tambalearse. La recesión reduce los ingresos disponibles, los activos de los fideicomisos y fundaciones se reducen, disminuye el patrocinio empresarial, las autoridades locales tienen que recortar gastos y el Tesoro Público exige ahorros. Racionalmente hablando, la fuente con mayores recursos  -el gobierno- no debería retirarse cuando los demás empiezan a fallar.

Pero este es un argumento a corto plazo. Es necesario que lleguemos a una conclusión que se tenga en pie en los buenos y en los malos tiempos. Desde la década de 1980 nos hemos acostumbrado a oír hablar de la importancia económica del arte: crea empleo, fomenta el gasto y atrae a los turistas. Los consultores se han convertido en expertos al demostrar que un equipamiento cultural tiene un efecto «multiplicador»: el dinero gastado en ese campo hace que se extiendan las expectativas a las economías locales. En la década de 1990 se inventaron las llamadas «industrias creativas», una especie de mal menor de actividades comerciales que, como la publicidad, utilizan los medios culturales para alcanzar fines comerciales. Ahora, el Ministerio de Cultura pretende que en el campo de sus responsabilidades (incluyendo los deportes), este sector represente el 10% del Producto Interior Bruto.

Cuando el Tesoro no se lo cree

No hay duda de que el arte tiene buenos efectos económicos. La inversión cultural es un importante motor de la regeneración urbana. El año de Glasgow como Capital Europea de la Cultura en 1990 y el de Liverpool en 2008 son dos buenos ejemplos. Pero el Tesoro no se lo cree. Lo ve únicamente como un efecto multiplicador de la actividad cultural. Ellos solo entienden el sentido de oportunidad de un coste rentable. El dinero gastado en materiales artísticos podría haber sido invertido en una fábrica de armas y hubiera creado más empleo.

En la década de los 90, y con el objetivo de compensar las cada vez más deterioradas argumentaciones económicas, se desarrolló una segunda línea de defensa del arte, también instrumental, excepto que en esta ocasión se abogó por el hecho de que los beneficios de la financiación del arte son básicamente de tipo social. Al gobierno del Nuevo Laborismo le gustó este argumento y dispuso que el Consejo de las Artes debía «utilizar el arte para combatir la exclusión social y como apoyo de las necesidades comunitarias». El Arts Council England se encontró, por tanto, con que en lugar de tener que cumplir con sus naturales objetivos de alcanzar la belleza o el sentido de lo sublime, tenía además que vérselas con los de la salud, la educación y el empleo, además de con la reducción de la delincuencia.

Nadie puede negar que la participación en arte genera beneficios, pero estos son difíciles de demostrar cuando el Tesoro desglosa y desmenuza sus cuentas. Es difícil demostrar una relación de valor entre el arte y el mejoramiento social, y también es complicado medir la mejora social en sí misma. Los ministros de cultura, desconcertados por estos hechos, encargaron en 2008 un informe a Brian McMaster, titulado «Apoyo a la Excelencia en las Artes: medición y recomendación», cuyo mero enunciado era ya una especie de señal de alejamiento de los objetivos marcados hasta ese momento. Lamentablemente, la «excelencia» es un concepto sin contenido práctico. Puede ser juzgada en términos relativos, pero no se presta a la idea de medición de beneficios del Tesoro Público.

Convencer al público y al gobierno

Para convencer al público y no sólo al gobierno, un argumento tiene que estar expresado de modo que demuestre que el arte es un valor de financiación en y para sí mismo. Para ello se necesita una forma más sofisticada que la economía cultural que actualmente es reconocida por el Tesoro. Hay un mercado para la cultura, pero ésta no debe depender del mercado para su existencia. Las experiencias que el arte ofrece -placer, temor, perspicacia, conocimiento o liberación- son individuales y difíciles de cuantificar y estos aspectos intrínsecos llegan al ciudadano antes que cualquier intento de traducirlos a términos económicos.

Utilizando el lenguaje del economista del siglo XVIII Adam Smith, el valor de las artes en uso precede a su valor en forma de cambio. Una vez que algo se considera conveniente, el mercado es capaz de establecer su precio comercial. Pero aunque el mercado pueda negociar con los productos de la cultura, lo que no puede es expresar el valor de la cultura como un proceso, o como lo que se supone que aporta.

Una economía de la cultura que pretenda captar el valor del arte tendría que entender el valor de su propio uso, lo que implica una forma más amplia de entendernos a nosotros mismos y a nuestro mundo, como por ejemplo la antropología y el ambientalismo. El valor de uso de las artes está en que ayudan a la sociedad a tener un sentido de sí misma. Generan símbolos y rituales que crean una identidad común, por eso el arte y la religión están tan íntimamente vinculados. Como la religión, el arte da acceso a lo espiritual. Es un enlace con las generaciones anteriores y deja huella en la historia. La cultura es un lenguaje social sin el cual nos quedaríamos mudos.

Estos argumentos antropológicos muestran por qué los gobiernos, como garantes de la esfera pública, deben asumir la responsabilidad de garantizar que todos tengamos acceso a este lenguaje, que se conserve y se desarrolle. Porque, como argumentan los ambientalistas, es necesario intervenir cuando un recurso está en riesgo. El principio de precaución nos dice que tenemos el deber con las generaciones futuras de asegurar que nuestros bienes culturales les sean transmitidos. También tenemos un interés egoísta en el mantenimiento de la riqueza y diversidad de esos activos. La creatividad se produce mediante la interacción de diferentes formas, ya sean formas de vida o formas de arte.

Cuando el mercado falla

La cultura crea capital social, expresado como la confianza generada por el común entendimiento de los símbolos que genera el arte y por el compromiso con los valores que representa. La cultura sostiene la legitimidad de las instituciones sociales, asegurando que son aceptadas, no impuestas. Las sociedades con una distribución equitativa de los bienes culturales están más cohesionadas y son más creativas. El bienestar, que es el verdadero fin de la actividad económica, depende de la calidad de vida que la cultura sostiene. Después de todo, la palabra «cultura» significa «crecimiento».

El capital social, como el económico, requiere regulación tanto como inversión. El hecho de que las personas educadas y acomodadas tengan la facilidad de un mayor acceso al arte no es un argumento para abandonar la intervención estatal, sino para asegurar una distribución más equitativa de la experiencia cultural. Desde un punto de vista meramente racional, el gobierno debería invertir más fondos en arte, debido al capital social que genera.

Luchando por la civilización

Existe un argumento económico sólido por el cual cuando el mercado no proporciona cierto tipo de bienes que se consideran útiles, entonces es necesario intervenir. La salud y la educación son los ejemplos habituales. La economía del arte es particularmente propensa a los fallos del mercado, ya que en el campo artístico no es fácil conseguir los avances en productividad que facilita la tecnología en la fabricación de otro tipo de productos. Una sinfonía tocada en un sintetizador no supone, de hecho, ningún aumento de la eficacia.

A la vista todo lo anterior, parece especialmente irónico que el creador y primer presidente del Consejo de Artes de la posguerra fuera el economista John Maynard Keynes, quien creía que en una etapa de recesión los gobiernos deberían estimular la economía. Pero Keyne también comprendió el valor de la utilización de arte. La decisión adoptada en 1940 que llevó a la financiación del arte a largo plazo no fue tomada por razones económicas o de salud, inclusión social o prevención de la delincuencia, sino que fue una decisión racional, basada en un argumento también racional: se supone que estamos luchando por la civilización.