El Museo brinda a sus visitantes la oportunidad de admirar este retrato, una vez recuperada la autoría del maestro sevillano, tras haber permanecido catalogado como obra del círculo de Velázquez desde 1963.
El retrato se suma temporalmente a la colección del Prado de Velázquez, exponiéndose en la sala 9A junto a una de las obras más importantes del pintor, La rendición de Breda, o Las Lanzas [1]. La comparación directa de la obra invitada con el gran cuadro de historia permite apreciar la estrecha semejanza del caballero retratado con el soldado anónimo situado en el margen derecho del cuadro del Prado, como ya ha señalado el hispanista estadounidense Jonathan Brown [2].
Historia de una reatribución
En 2009, este retrato masculino, que se exponía en las salas del museo de Nueva York atribuido al círculo de Velázquez, fue enviado al taller de restauración. A medida que se avanzaba en su limpieza se fueron haciendo más evidentes sus cualidades, que llevaron a Jonathan Brown a publicarlo como original de Velázquez. Con ello se le restituía una paternidad que había mantenido hasta 1963, cuando José López-Rey afirmó que, en el estado de conservación que se encontraba entonces, no era posible asegurar que se tratara de un Velázquez.
Ese estado de conservación estaba relacionado con los avatares del lienzo. Desde el siglo XVIII había pertenecido a colecciones privadas alemanas, hasta que en 1925 o 1926 pasó a manos de Joseph Duveen, el marchante de pintura antigua más importante de su tiempo. Con objeto de facilitar su salida comercial, hizo restaurar el cuadro atendiendo a criterios que satisficieran las expectativas del coleccionismo internacional. Esa intervención creó un fondo homogéneo, definió las partes del tronco que estaban simplemente abocetadas, convirtió el cabello en una masa uniforme y, en general, dio lugar a una imagen muy estática y uniforme, una sensación que el envejecimiento del barniz no hizo sino aumentar.
Restauración liberadora
La última restauración liberó al cuadro del corsé en el que estaba atrapado, y reveló recursos técnicos y estrategias de representación típicamente velazqueñas. El fondo ya no es uniforme, sino vibrante, y construido a base de sutiles gradaciones lumínicas que sirven para crear profundidad y animar la figura, una fórmula que aparece en otros cuadros de Velázquez, como el Retrato de hombre del Wellington Museum. Igualmente, esta intervención permitió comprobar cómo Velázquez rectificó sobre la marcha la posición de la cabeza, y cómo el cabello –lejos de ser una masa compacta y estática– es dinámico y animado, a pesar de que ha sufrido bastante desgaste.
Esa sensación general de dinamismo y animación que tiene el cuadro, conseguida a través de vibraciones luminosas y una distribución muy sabia de los grados distintos de acabado, avalan su atribución a Velázquez, como también la avala otra de las características de la obra: la sensación que transmite de haber sido hecha sin apenas esfuerzo.
Se desconoce la identidad del modelo. Su comparación con el Autorretrato de Valencia y con el que aparece en Las Meninas [3] llevó a Mayer, hispanista alemán fallecido en 1944, a plantear la posibilidad de que el pintor se hubiera representado a sí mismo. Sin embargo, esa misma comparación desvela más diferencias que semejanzas, pues todos los seguros o supuestos autorretratos velazqueños sugieren una piel más oscura y unos rasgos más marcados. En cambio, sí llaman poderosamente la atención sus semejanzas con el soldado anónimo que aparece en el extremo derecho de Las Lanzas [1], al que durante el siglo XIX, no en la actualidad, se consideró también Autorretrato.